Un extraño frío recorrió mi cuerpo, la soledad enfría los cuerpos, ni siquiera las potentes luces de mi escenario podían proporcionarme un poco de calor, los errores cuestan caros cuando se ofende un corazón, y el mío lo estaba pagando de verdad. La gente me miraba con atención, que podían saber ellos del dolor que producen las cuerdas cuando se canta en el mismo dolor. Ellos solo esperan de mí la diversión, que noche a noche, he podido darles y que hubiera podido regalarles sin ningún problema a no ser, por que ahora, en la mesa cinco, no estabas tú.
El espacio entre mi pecho, mi voz y la guitarra, se fue haciendo cada vez más grande. Mi mente comenzó a buscarte, gritando entre los espacios del tiempo sin ayer, ese ayer que parecía diluirse en cada verso de cada canción que no podías escuchar.
Te encontré, imaginandote, en la misma mesa como todas las noches, con tu cabello suelto cayendo como noche entre tus hombros, tu rostro serio pero no enfadado, tus labios delgados y suaves, que en otras noches acariciaran a los míos callando mis palabras. Recordaba una y otra vez tu mirada que nunca pude vencer, fuerte profunda y que me llegaba a decir tantas cosas como una pícara cómplice.
Inevitablemente, volví a mirar hacia la puerta, mientras los aplausos me devolvían un poco a la realidad, tuve que regalar la sonrisa más pesada, tan pesada que mis labios apenas y se movieron. Me daba rabia pensar que siempre he tenido dos pulmones, dos riñones, dos ojos, dos oídos y me faltó el único cerebro que tenía para entender tus razones.
Busqué entre la gente mi fuerza, mi verdad. Yo quise decirles que hay veces que simplemente no se puede ni se debe cantar, pero nadie pareció comprenderme, mientras más lloraba en mi canción, más me aplaudían y reconocían.
Las horas pasaron, abrazé con fuerza a mi guitarra, imaginando por un momento que cobraba vida y eras tú, mis manos viajaban por el desierto moreno de tu piel hasta topar y trepar una y otra vez, por las cálidas dunas de tu cuerpo, para luego sucumbir ante el fuego de tus arenas.
El ambiente se volvió espeso, en la mesa seis una pareja se desentendía del mundo, mientras el cantinero, en su barra, servía dos copas para un hombre que pidió una canción más. El humo del cigarro de la mesa cuatro cruzó frente a mí como un fantasma de mil formas que viaja sin parar al infinito mientras yo lo seguía con la vista hasta desaparecer. Algunos clientes comenzaron a retirarse, era cerca de la media noche, era la última canción de la noche, tomé fuertemente mi guitarra y arranqué el sonido más fuerte pretendiendo que en algún momento la escucharas tú. La luz tenue del bar era el marco ideal para cantar la canción que yo sé te gustaría. Yo sonreí, pues se, que de algún modo, la escuchaste, se que la sentiste lo mismo que yo, sabía que no dejarías de cruzar por esa puerta, sabía que estabas aquí acariciando mi cara al compás del estribillo, tomando mi mano imponiéndole tu místico ritmo. Viajé a través de mis sentidos, intentando revivir aquél paraíso, que de querer tú, no estaba tan perdido. Así se diluye la última canción de la noche, y yo pensaba en lo que tu estarías pensando junto conmigo. Los aplausos marcaron el fin del día, las luces se apagaron, caminé por las calles vacías. Caminaba mi cuerpo sin rumbo pensando solamente: Mi canto tu Luna cruzó mientras tu dormías con una sonrisa...
Oso...
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