sábado, 13 de febrero de 2010

María Sabina

Todas las personas, de todas las razas
la fueron a ver alguna vez.
Todos los periódicos, de todo el planeta
la fueron a ver y a entrevistar.
Y ella muy poco les platicó,
secretos les enseñó, los ojos se los abrió
a todo el universo.

Todas las revistas de todo el planeta
hablaban de ella bien, alguna vez.
Todos los filósofos,
todos los poetas la conocen bien
chulada de mujer.

Ella alcanzó la inmortalidad
y lo hizo a nivel mundial
en vida llegó a ser casi casi
como un Dios.


Ella es un símbolo,
es como un símbolo
María Sabina es un símbolo
de la sabiduría y el amor.
Ella es un símbolo de amor.

Un día el Ser Supremo
quiso que se fuera a viajar con Él
juntos los dos.
Y fue tan fuerte el viaje
que los dos tuvieron
que allá se quedó y ya nunca regresó.

Ella el camino nos enseñó
la ruta nos la trazó
los ojos nos los abrió
a todo el universo.

Ella es un símbolo.......

El Tri





por Ramón Méndez Estrada

La última vez que vi a María Sabina, en septiembre de 1984, unos 14 meses antes de su muerte, la vi muy cansada, muy pequeñita. Estaba impaciente. No quería conversar. Iba y venía continuamente por la habitación. Estaba cansada, creo yo, de escuchar las mismas preguntas de curiosos impertinentes por 30 años consecutivos, y de tener que defender sus mismas respuestas milenarias.


La noche del 29 al 30 de junio de 1955 María Sabina ofició una ceremonia, como tantas otras que ella misma y sus antepasados habían celebrado, desde un tiempo del que ya no se tiene memoria, cuyo elemento principal fue la ingestión de ciertos honguitos de rara virtud: transportan a quien los consume, allende las fronteras de la realidad ordinaria, al mundo de la experiencia visionaria”.



En aquella velada participaban del ágape dos extranjeros intrusos: Allan Richardson, fotógrafo, y Robert Gordon Wasson, de oficio banquero, cuya vocación micológica lo llevó a fundar la etnomicología, cuyo objeto de estudio es la relación, y reacción, de los pueblos con y ante los hongos.

El relato que Gordon Wasson hizo sobre aquella ceremonia ancestral alzó el nombre de María Sabina entre los de las grandes magas de la Tierra. Desde entonces, su ministerio fue una doble carga en su gracia: Tuvo que hallar remedio no sólo ya para las miserias, las dolencias y las enfermedades de sus hermanos de raza, sino también respuestas a las preguntas de los extranjeros de lenguas extrañas que vinieron a verla porque en boca de la fama se dijo que ella sabía el secreto de los hongos maravillosos.

Wasson dijo que la mejor opción que tuvo fue la de informar al mundo la supervivencia de ese culto antiquísimo, en proceso de extinción en la actualidad, pues de otra manera se habría perdido irremisiblemente en el olvido esta clave preciosa, que nos puede explicar el origen de la magia y de la religión entre los hombres.



Encuentro con la sabia



En junio de 1955 Wasson estaba por segunda vez en su vida en Huautla de Jiménez, Oaxaca, buscando lo que se llama “un informante clave”. Él estaba seguro de hallarse sobre la pista de un arcano sagrado. Una atinada conversación con el síndico municipal de Huautla en aquel entonces, Cayetano García Mendoza, lo llevó hasta María Sabina.

Según recuerda Wasson en su libro El hongo maravilloso: Teonanácatl, se presentó en la oficina de Cayetano poco antes del mediodía y, después de intercambiar los saludos de rigor y comentarios sobre la cosecha del maíz y el precio del café, aventuró una discreta pregunta al funcionario:

–¿Puedo contarle algo reservado?

“Al momento –escribe Wasson– el síndico fue todo curiosidad, y el gesto se le hizo grave”, hecho que aprovechó para rematar: –¿Me ayudaría a conocer los secretos de los ni xi tho?

Cayetano miró con sorpresa al extranjero, pero el nombre sagrado de los honguitos en lengua mazateca fue suficiente para que sucumbiera a la tentación y, no sin titubeos, prometió ayudarlo: le presentaría a “una verdadera sabia” que, después se supo en el mundo entero, era nada menos que María Sabina, la sabia de los hongos.

En la biografía de María Sabina que recogió Álvaro Estrada, contada por la propia chamana, ella recuerda que Cayetano llegó a su casa, establecida en el cerro Fortín de Guadalupe, en el extremo oriente de Huautla, en el curso de la mañana. “Sus palabras no dejaron de asombrarme”, precisó.

“María Sabina –dijo aún jadeante por la caminata–, han llegado unos hombres rubios a entrevistarme a la Presidencia Municipal. Han venido de lugar lejano con el fin de encontrar a un sabio. Vienen en busca del pequeño que brota. No sé si te desagrade saberlo, pero prometí traerlos para que te conozcan. Les dije que yo conocía a una verdadera sabia. Y es que uno de ellos, muy serio, se acercó a mi oído para decirme: ‘Busco el Ndi xi tjo’. No podía creer lo que escuchaba. Por un momento dudé; pero el hombre rubio parecía saber demasiado sobre el asunto, esa impresión sentí... Finalmente decidí traerlos a tu casa”, contó la sabia a Estrada.

Aquella misma noche Wasson recibiría, de manos de María Sabina, una taza con seis pares de hongos, que el mismo había recolectado al atardecer en un barranco al que fue guiado por los hermanos de Cayetano. Estaban en la casa del síndico. La chamana había sahumado los hongos con copal, y Wasson veía así la “culminación dramática de años de pesquisas” etnomicológicas.

De alguna manera Wasson sabía, efectivamente, mucho sobre el asunto. Había tenido una experiencia, si no directa, sí muy personal con los honguitos. Dos años antes había llegado a Huautla en lomo de mula, acompañado por su esposa, Valentina Pavlova. En aquella ocasión consiguieron que Aurelio Carreras, un chamán tuerto, realizara en su presencia una consulta a los hongos mágicos. Los Wasson plantearon como problema la obtención de noticias de su hijo Pedro, motivo suficiente a juicio del sabio, pues los indígenas recurren a los honguitos para enterarse de la suerte que corren sus hijos o parientes, lejanos del hogar, desplazados en busca de trabajo y recursos.


Las adivinaciones de Aurelio



En aquella ocasión sólo el chamán consumió los hongos, y los Wasson no creyeron en realidad en la sentencia que dictaron por boca de Aurelio:

“Pedro está vivo. Lo buscan afanosamente para enviarlo a la guerra. Tal vez no lo encuentren, pero resulta penoso decirlo. Alemania tiene que ver en el asunto”, e indicaron que Pedro estaba en Nueva York. Antes de que terminara la velada apareció otro vaticinio: un pariente de Wasson caería gravemente enfermo en el curso del año.

Wasson narró después que su actitud con respecto a la ceremonia y a los poderes adivinatorios de Aurelio fue de amable condescendencia. No alcanzaba a creer que un indio pudiera penetrar en los problemas de una familia neoyorquina. Además, las aseveraciones del vate no coincidían con las suposiciones del matrimonio de micólogos con respecto a la vida de su hijo.

Pedro vivía en Boston, y no en Nueva York, y se había dado de alta en la Guardia Nacional a los 17 años, hecho que le valió para no ser movilizado al frente. Casi un mes tardaron los Wasson en encontrar el primer indicio del poder profético de Aurelio: al regresar a su departamento en Nueva York hallaron en la cocina restos de una fiesta que había organizado Pedro con sus amigos el fin de semana que sus padres preguntaron por él a un desconocido, en unas montañas perdidas al sur de México, pues así lo confirmaban las notas de las compras.

En las semanas siguientes, el hijo de los Wasson, movido por problemas sentimentales, firmó un compromiso para enrolarse por tres años en el ejército regular y, al cabo de tres meses de entrenamiento, entró al servicio en Alemania. Cinco meses después de la velada, un primo hermano de Wasson, de 40 años de edad, sucumbía víctima de un ataque cardiaco. Las profecías de Aurelio se habían cumplido al pie de la letra en menos de un año.

Antes de que pasaran dos años Wasson estaba de vuelta en la Sierra Mazateca, en compañía del fotógrafo Allan Richardson, y había conseguido que María Sabina le abriera las puertas de lo desconocido.

Lo que vivió la noche de su primera velada de hongos con la chamana mazateca excedía, con mucho, sus expectativas. Escribe Wasson, haciendo memoria de lo que pensó entonces: “He aquí un oficio religioso que tiene que ser presentado al mundo de una manera digna, sin sensacionalismos, sin abaratarlo ni volverlo burdo, sino con sobriedad y veracidad”.

Después sentencia que los únicos que podían hacerle justicia eran él y su esposa, en el libro que escribían en aquel tiempo: Mushroom Russia and History, y en revistas especializadas.

María Sabina recordaba más tarde que de esa velada Wasson quedó maravillado. ¿Qué exaltó así al micólogo?




Oficio de milagros


La señora tomó una flor del ramillete que había en el altar y poniéndola hacia abajo, como un apagador, extinguió la última llama…

“Yo tenía mis dudas respecto de los hongos. Por una parte deseaba experimentarlos por entero, descubrir qué era lo que experimentaban los indígenas; por otra, quería rechazar sus efectos y permanecer como un observador imparcial. Pero los hongos no me dieron opción. Se apoderaron de mí en forma total y arrebatadora.”

Tales son las palabras con que Wasson describe el inicio de aquella experiencia que llamó ultraterrena. Después, el canto de la chamana se alzó en frases ópticas, las formas repercutían sonidos, se palpaba el olor, se gustaba el color, y la criatura entera se licuaba, voz y ritmo, en armonía con la música de las esferas.

Aquella noche María Sabina bailó su danza de poder y ante los ojos de los extranjeros danzaron interminablemente formas de vivos colores, unas salidas de otras, un ramillete de flores que se transformó en un carruaje imperial tirado por criaturas sólo concebibles en la mitología imaginaria, tapices, brocados, esculturas, arquitecturas en las que no cabía la sencillez. Dice Wasson: “todo era deslumbrantemente abigarrado”.

¿De dónde provenían las visiones? ¿Del interior? ¿Y por qué aparecían esos seres nunca imaginados, aquellos paisajes jamás vistos, estas arquitecturas no soñadas jamás? Todo con una claridad de visión, una contundencia, una nitidez prístina, reciben brotada del taller de la creación.

En su libro El hongo maravilloso: Teonanácatl, Gordon Wasson escribe: “Por primera vez la palabra ‘éxtasis’ adquirió un significado objetivo para mí. ‘Éxtasis’ no era el estado espiritual de alguna otra persona. Ya no era un superlativo trillado, gastado por el uso excesivo y el abuso. Significaba algo diferente y superior en clase, acerca de lo cual ahora yo podía atestiguar con conocimiento”.

Éste fue, en suma, el descubrimiento que Wasson hizo para el mundo civilizado. El estado de gracia de los bienaventurados espectadores del Paraíso no era ya un relato de místicos. La ciencia había atestiguado, a través del micólogo, el oficio religioso en todo su esplendor. Éste no era ya cáscara vana de un rito en el que el misterio sólo asoma parcialmente a los ojos del auditorio, sino uno en el que todos los participantes viven la experiencia divina, arrebatados del mundo gris de la realidad ordinaria al mágico universo donde se tiene la mirada directa la visión del primer día del hombre en la Tierra.

El investigador gritó al mundo que la ministra del misterio estaba viva y que era aquella mujer de nombre María Sabina, con prestigio de sabia ya fincdo en su tierra, pero a quien la humanidad entera debía reconocer como una chamana de la más alta categoría. El mundo debía pagar con fama aquel oficio religioso. Así lo dice Wasson:

“Acaso María Sabina no esté mal situada para volverse la más famosa entre los mexicanos de su tiempo. Mucho después de que los personajes del México contemporáneo se hundan en el abismo olvidado del tiempo muerto, quizá su nombre y lo que representó persistan grabados en la memoria de los hombres. Lo merece de sobra”.


Isis sin velo, miles de años después



Después de que Wasson participó en el rito de los hongos sagrados bajo la dirección de María Sabina, allá en la Sierra Mazateca, la ciencia tuvo una clave que no sabía que existía para comprender los misterios, y se hizo la luz para su mundo, como en el Génesis para el mundo hebreo.

A pesar de que él se califica a sí mismo como un hombre profundamente religioso, hay que entender que Wasson quema su incienso en aras de la ciencia: carece de vocación chamánica. Ha reconocido que el uso de las plantas mágicas, en el pasado, siempre estuvo profundamente vinculado a la religión, y que los adeptos a esos ritos tenían por principio no revelar a extraños sus secretos.



Sin embargo, tuvo la buena suerte de que a él se le aceptara en una de esas ceremonias, y se le proporcionara el vehículo de comunión con el mundo de las potencias superiores. Al no pertenecer a la comunidad mazateca y no comulgar con sus creencias, Wasson no estaba obligado, claro, a guardar ningún secreto: Presentada la Diosa, se apresuró, vía la publicidad, a descorrer el velo. ¿Qué apareció? ¿El rostro de Isis? ¿Una visión? ¿Desapareció el Paraíso?


La peregrinación a la choza


Wasson deplora que sus escritos hayan arrojado sobre Huautla una turba de gente sedienta de aventuras, de la más diversa ralea. A algunos les alaba el paseo, si de científicos se trata. De otros se queja: fueron allá, con la más absoluta falta de respeto, sólo a gozar de las alucinaciones que las misteriosas setas producen. Quién más, quién menos, consciente o inconscientemente, todos buscaron ver de frente el arcano.

Por seis lustros consecutivos aquella gran peregrinación de extraños acudió a la choza de la sacerdotisa, encaramada en el cerro Fortín de Guadalupe, cerca de Huautla, para encontrar respuesta a dos preguntas fundamentales: una formulaba la ciencia; otra era aspiración de la mística.

Unos registraron y analizaron cada una de las partes del rito de los hongos sagrados como un evento cultural superviviente de un pasado remoto: la preparación previa, la acción ceremonial, los efectos de la mágica comunión, e incluso las sustancias activas del divino manjar. Establecieron relaciones con mitos de éste y del otro continente, e inundaron el mercado con sus puntos de vista, destinando sus libros y revistas especializados “al público genuinamente interesado para que cuente con información veraz a este respecto”.

Otros, desahuciados de la ciencia y hartos del mundo de la industria, el comercio y la publicidad, fueron allá a encontrar el misticismo que había perdido el hombre. Dejemos que Robert Graves explique esta frustración a su manera: “Hoy en día, los mayores consuelos para mitigar la vida comercial e industrial son: la religión organizada, la diversión organizada y la bebida. Puede que la religión organizada aquiete el alma, pero, aparte de las sectas más extáticas, casi nunca la purga. La diversión organizada distrae, pero no ilumina la mente… Casi sobra decir que la bebida adormece pero nunca da paz, salvo en los casos en que acarrea la muerte, y siempre con un preludio de violencia”.

No es éste el lugar para discutir si los que fueron a ver a María Sabina sin espíritu científico alguno son o no místicos. Baste recordar que en este campo, como en todos los otros, hay actores grandes y pequeños. ¿Cuántos murieron en la Edad Media por no poder convencer a las autoridades del carácter divino de sus visiones?

Para María Sabina, y en general para la comunidad mazateca, ninguno de los extraños que fueron tenía realmente por qué acudir a los honguitos, incluido Wasson. Tal sentimiento se infiere de las palabras que recogió Álvaro Estrada de la chamana:

“Es cierto que Wasson y sus amigos fueron los primeros extranjeros que vinieron a nuestro pueblo en busca de los niños santos y que no los tomaban porque padecieran de mal alguno. Su razón era que venían a encontrar a Dios.

”Antes de Wasson nadie tomaba honguitos simplemente para encontrar a Dios. Siempre se tomaron para que los enfermos sanaran”.

Sin embargo, es probable que en este tiempo nadie estuviera más necesitado del alivio de esas plantas mágicas que los hombres de la civilización industrial, que habían declarado muerto a Dios y habían relegado a la mística al cuarto de los cachivaches.




Huautla ahora: ¿qué pasó por aquí?



Del “idílico paraíso indio” que Wasson visitó por primera vez en 1953 queda poco o nada. Nadie usa ya el camino real que va de Teotitlán a Huautla para subir la Sierra Mazateca, a excepción hecha de los aborígenes que suben y bajan por allí porque no cuentan con recursos suficientes para pagar el pasaje en autobús.

Llegué a Teotitlán del Camino el 25 de septiembre de 1984 en la madrugada, unas dos horas antes de amanecer. Llovía a cántaros. Ya había clareado cuando conseguí un “aventón” en una “troca”. Emprendimos el ascenso a la sierra en medio de una lluvia que se fue haciendo cada vez más ligera hasta convertirse en llovizna y, finalmente, en una brisa suave que empujaba a las nubes descubriendo las monumentales montañas.

Estaban pavimentados algunos tramos de lo que pensé sólo fuera un camino de terracería, y lo comenté al conductor. Él contestó, con una picardía no exenta de amargura, que, según un informe de la década de los setenta, ese camino estaba pavimentado en su totalidad.

Bajé del camión en San Jerónimo, unos 20 kilómetros antes de Huautla. Allí encontré la primera respuesta viva de un mazateco sobre la experiencia de los honguitos: “Te ataranta; ves cosas; platicas con Dios”. Y en Puente de Fierro, a ocho kilómetros de Huautla, la segunda, por boca de una mujer que me quería vender un lote de hongos: “Es como la televisión”, dijo.

Ascendí a Huautla por el camino real. Era una tarde húmeda y calurosa. El cielo estaba despejado y azul. Cerca del crepúsculo arribé a aquel poblado: la única localidad indígena con rango de ciudad en territorio mexicano.

Muchos niños, aquí y allá, mientras caminaba por las calles del pueblo, se acercaron a ofrecerme honguitos o alojamiento. No oí aquella tarde la dulce palabra “dalí” con la que los mazatecos se saludan: todos me saludaron en castellano.

No acepté honguitos aquella noche. Alquilé una cabaña, y después de beber un poco de café dormí con sueño inquieto sobre un petate en piso de madera. Por la ventana asomaban las estrellas temblando, pálidas y lejanas. Un sentimiento extraño me embargaba, mezcla de curiosidad y de anhelo. Me sentía como un profanador más en una tierra profanada y saqueada. Soñé repetidamente las frases de Rulfo: “‑¿Qué pasó por aquí? –Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros”.


Cayetano, contacto ayer y hoy


Por aquí pasaron las hordas de la civilización, pensé, al día siguiente, caminando por Huautla.

Así como se supone que el hombre, en la prehistoria, dio origen a las formas de organización social formando hordas unidas por un solo propósito específico, sin jefes, sin mandos, así fueron los hombres del Siglo XX a Huautla, en desbandada de la organización social de nuestro tiempo, con el único fin de conocer los hongos mágicos.

Esto pensaba caminando rumbo a la casa de Cayetano García, observando el intenso comercio en el poblado, asombrado de encontrar tantas tiendas, restaurantes, hoteles y hasta un banco. Sobre el Plan de la Salida, rumbo al cerro del Fortín, me detuve en el umbral de un amplio cuarto acondicionado como aula de escuela primaria. Un joven daba clase.

‑Buenos días –dije‑. ¿Es aquí la casa de Cayetano García?

‑¿Qué se le ofrece? –contestó.

‑Busco a don Cayetano. Quiero hacerle unas preguntas.

‑¿Sobre qué?

‑Sobre su relación con Wasson y María Sabina.

Titubeó. Yo sonreía. Al fin dijo: “Un momento”, y después de poner un ejercicio a sus alumnos el joven me condujo, bajando una escalera de piedra a un lado del aula, hacia el interior de la casa.

Reconocí, por la disposición de la vivienda, el cuarto donde Wasson pasara su primera velada de hongos con María Sabina, más de 29 años antes.En el piso superior, en el salón de clases, se oía la alharaca de los niños que, aprovechando la ausencia del profesor, tomaban un pequeño recreo. Sus gritos eran voces en castellano.

Antes de tres minutos entró a la habitación un anciano de gesto amable. Saludó en español. Yo contesté con la palabra mazateca. Sonrió. “Dalí”, me dijo con voz suave y me tendió la mano, que retiró rápidamente después de rozarnos los dedos apenas.

Me presenté. Hablamos largo rato. Sí, se acordaba de Wasson. Incluso tenía un libro que él le había dado, con disco y todo, de una velada de hongos oficiada por María Sabina. Después vinieron los hippies, y todo cambió. “Antes los honguitos no se compraban ni se vendían. Nuestros abuelos ellos mismos los iban a recoger, porque para ellos eran muy sagrados… Hace aproximadamente veinte años que se empezó a vender”.

La amistad de Cayetano con María Sabina era anterior a la llegada de Wasson a Huautla. La sabía había atendido a sus hijos de múltiples enfermedades, siempre con buen éxito, y le había ayudado a resolver los problemas que se le presentaban cuando ocupara el cargo de síndico municipal, en la década de los cincuenta.

En aquel tiempo María Sabina ya tenía bien fincado su prestigio de sabia en su tierra. Tomó ascendiente sobre hechiceros y curanderos, e incluso sobre sabios que ejercían la profesión antes que ella. Sus curaciones milagrosas y su gran voz llevaban hasta su casa una peregrinación de paisanos atribulados, que buscaban alivio y soluciones en los pases mágicos y en las palabras de la sabia.

¿Cómo ganó María Sabina aquel prestigio?


Encuentro con los hongos


Tenía seis o siete años y ya era huérfana de padre. Vivía en con su mamá y con su hermana en casa de sus abuelos maternos, en el cerro Fortín de Guadalupe. Se ocupaba de la crianza del gusano de seda, y de cuidar pollos y, ocasionalmente, cabras. Eran tiempos de hambre para la casa de Sabina:

“Creo que nuestra voluntad por vivir era muy grande, más grande que la voluntad de muchos hombres. La voluntad de vivir nos mantenía luchando día con día, para, finalmente, conseguir un bocado que aliviara el hambre que María Ana y yo sentíamos.”

En ese tiempo, un tío de María Sabina, Emilio Cristino, cayó enfermo; tenía varios días sin levantarse cuando fue a atenderlo el sabio Juan Manuel, llamado por la abuela de Sabina. Llevaba consigo un envoltorio de hojas de plátano que trataba con mucho cuidado. La niña, curiosa, quiso saber qué había en las hojas. Juan Manuel la detuvo con una mirada autoritaria:

‑Nadie puede mirar lo que aquí traigo, no es bueno. Una mirada curiosa puede descomponerlo.

Decía María Sabina que la curiosidad la hizo mantenerse despierta. Aquella noche presenciaría por primera vez una velada de hongos:

“Juan Manuel desenvolvió las hojas de plátano. De ahí extrajo varios hongos frescos y grandes, del tamaño de una mano. Yo estaba acostumbrada a ver esos hongos en el monte donde cuidaba los pollos y las cabras… Vi como el sabio Juan Manuel encendía velas (y) repartía los hongos contándolos por pares… Más tarde, en la oscuridad, hablaba, hablaba y hablaba… cantaba, cantaba y cantaba… Eran un lenguaje diferente al que nosotros hablamos en el día. Eran un lenguaje que sin comprenderlo me atraía.”

El tío Emilio Cristino se puso de pie en la madrugada, y en dos semanas había recuperado la salud.

Unos días después de la velada, mientras cuidaban los pollos y las cabras, María Sabina y María Ana estaban sentadas bajo un árbol “cuando de pronto pude ver –contó María Sabina‑, al alcance de mi mano, varios hongos. Eran los mismos hongos que había comido el sabio Juan Manuel, yo los conocía bien. Mis manos arrancaron suavemente un hongo, luego otro. Muy cerquita, los observé. –Si yo te como, a ti, y a ti, sé que me harán cantar bonito… ‑les dije”.

La Sabina afirmaba que aquel encuentro fue un nuevo aliento para sus vidas: “En los días que siguieron, cuando sentíamos hambre, comíamos hongos. Y no sólo sentíamos el estómago lleno, sino también el espíritu contento. Los hongos hacían que pidiéramos a Dios que no nos hiciese sufrir tanto, le decíamos que siempre teníamos hambre, que sentíamos frío. No teníamos nada: sólo hambre, sólo frío”.

Unas veces su abuelo, y otras su madre, recogían a las niñas en estado de transe –su cuerpo en tierra y sus espíritus volando por el País de las Maravillas‑ para llevarlas a su casa. No hubo nunca regaños ni golpes por ese motivo. Las hermanitas encontraron, a la vez, un juguete y una tortilla, que desde una morada utraterrena venía cada temporada de lluvias a aligerarles el peso de su miseria.

Con la primera unión conyugal de María Sabina los honguitos se retiraron de su vida, pues la regla dice que quien los toma no debe tener trato sexual por lo menos cuatro días antes y cuatro después de la velada. Aquella unión duró seis años, al cabo de los cuales su marido murió, en tierra caliente, a causa “de la enfermedad del viento”. La herencia que dejó fueron tres hijos: Catarino, Viviana y Apolonia.




La entrega del libro


Unos años después de que Sabina enviudó por primera vez, su hermana María Ana enfermó gravemente. Se contrataron curanderos para aliviarla, pero no pudieron hacerlo: la enfermedad avanzaba ante la impotencia de los curanderos y el pesar de María Sabina.

Un día que imaginó a su hermana muerta, María Sabina decidió pedirles ayuda y poder a los honguitos. Aquella resolución, a la postre, la convirtió en la chamana más famosa del siglo.

“La velada en que curé a mi hermana María Ana, la hice como los antiguos mazatecos. Usé velas de cera pura; flores, azucenas y gladiolas… En un brasero quemé copal y con el humo sahumé los niños santos que tenía en las manos. Antes de comérmelos les hablé, les pedí favor. Que nos bendijera, que nos enseñara el camino, la verdad, la curación. Que nos diera el poder de rastrear las huellas del mal para acabar con él.”

María Sabina no sabía, en aquel momento, que su petición la iba a ligar, de por vida, al oficio chamánico que asombraría al mundo. Esa noche dio a su hermana tres pares de hongos, y ella misma comió más de treinta, para tener poder inmenso.

En efecto, el poder se puso a su servicio y, a la vez, la obligó al ministerio de servir a sus semejantes. María Sabina estuvo sobando suavemente a su hermana, hasta que sobrevino una hemorragia. No tuvo miedo porque su fe estaba puesta en el espíritu de los hongos. Sabía que curaban a su hermana a través de ella, y a ella le gustaba curar y le gustaba la canción que cantaba.

Cuando María Ana se durmió, María Sabina tuvo la visión de unos Seres Principales que, en una mesa, revisaban libros. Ella sabía que esos seres no eran de carne y hueso, “no eran de agua y tortilla”. En la mesa apareció un libro abierto, tan blanco que resplandecía. El libro fue creciendo hasta alcanzar el tamaño de una persona…

Dijo la maga que uno de los Seres Principales le habló: “María Sabina, éste es el Libro de la Sabiduría. Todo lo que en él hay escrito es para ti. El Libro es tuyo, tómalo para que trabajes…”

Desaparecieron los Seres Principales y la Sabina quedó sola ante el libro. “Empecé a hablar. Entonces me di cuenta de que estaba leyendo el Libro Sagrado del Lenguaje… Yo había alcanzado la perfección. Ya no era una simple aprendiz. Por eso, como un premio, como un nombramiento, se me había otorgado el Libro”.

Al saberse en la región que María Sabina había curado a su hermana, la gente empezó a llevar a su casa a sus enfermos para que los sanara. Su prestigio se extendió hasta Tenango, Río Santiago, San Juan Coatzospan y, finalmente, trocado en fama, a todo el mundo.

Ni sus curaciones ni su fama aliviaron la pobreza de la Sabina. Más bien, su ministerio fue un trabajo adicional por el que nunca recibiría otra recompensa que la de andar en boca de la gente. Así lo dijo ella: “Un sabio como yo no debe cobrar por sus servicios, no debe lucrar con su sabiduría. Quien cobra es un mentiroso. El sabio nace para curar, no para hacer negocio con su saber… con las cositas no se debe negociar”.

Doce años pasó viuda, durante los cuales sembraba maíz y frijol, revendía pan y velas en los pueblos circunvecinos a Huautla, o cazuelas que compraba en Teotitlán del Camino. Después, volvió a casarse y, al cabo, a enviudar, lo que le facilitó que se dedicara a su ejercicio chamánico en forma permanente.


El Lenguaje de la Sabiduría


Cuando Robert Gordon Wasson conoció a María Sabina, ella estaba en el apogeo de su poder. Era una señora grave y digna. Según decía ella misma, una vez que recibió el Libro de la Sabiduría pasó a formar parte de los Seres Principales, con quienes muchas veces se sentó a beber cerveza y aguardiente. Se hizo conocida en el cielo y la gente importante supo que había nacido.

“Yo soy quien habla con Dios y con Benito Juárez, soy sabia desde el mismo vientre de mi madre, que soy mujer de los vientos, del agua, de los caminos, porque soy conocida en el cielo… Soy hija de Dios y elegida para ser sabia. En el altar que tengo en mi casa, están las imágenes… (que) me ayudan a curar y a hablar. En las veladas, palmeo y chiflo, en ese tiempo me transformo en Dios…”

María Sabina decía que el día en que Cayetano llegó a su casa para avisarle que había decidido presentarla a unos hombres rubios se explicó la visión que tuviera unas noches antes, en una velada en la casa del síndico, de unos seres extraños.

“Parecían personas pero no eran familiares, ni siquiera parecían paisanos mazatecos”. Le dijo lo que veía a Guadalupe, la esposa de Cayetano, y le pidió que le ayudara a rezar. Doña Guadalupe rezó a Dios Cristo. Aquellos eran los extranjeros que llegaban a asomarse al misterio y que, a la larga, cambiarían no sólo su vida, sino la de toda la gente mazateca: los honguitos se lo habían avisado.

Ella insistió siempre, ante los fuereños, en que los honguitos son la sabiduría, y que esa sabiduría es lenguaje. Wasson y todos los que fueron después repiten con frecuencia esas palabras pero, al relatar sus experiencias, recae su énfasis en el terreno de las alucinaciones. El ojo se sobrepone al oído, tal vez porque hacemos el mundo más con los ojos y cada vez oímos menos.

Del lenguaje del que habló la chamana, ningún investigador ha podido dar noticia por cuenta propia. Todos hablan del lenguaje de ella, que califican como poético y elevado, y a ella la sitúan como una de las voces más nítidas e importantes de la poesía indígena del México contemporáneo.

Otra vez démosle voz a la Sabina, sobre el relato que recogió de su boca Álvaro Estrada: “Todo mi lenguaje está en el Libro que me fue dado. Soy la que lee, la intérprete. Ése es mi privilegio… Aparece el Libro y ahí empiezo a leer. Leo sin titubear… las cositas son las que hablan. Si digo: ‘Soy mujer que sola caí, soy mujer que sola nací’, son los niños santos los que hablan. Y dicen así porque brotan por sí solos. Nadie los siembra. Brotan porque así lo quiere Dios. Por eso digo: ‘Soy la mujer que puede ser arrancada’, porque los niños pueden ser arrancados… y ser tomados… Deben ser tomados tal y como son arrancados… No se necesita más”.


El lenguaje robado


María Sabina había permitido a Wasson, según el mismo acepta, que le tomara fotografías en estado de trance, a condición de no enseñarlas. Mostrarlas, dijo, sería una traición. De la grabación de los cantos, la sabia no se enteró sino años después, cuando el micólogo fue a darle personalmente el disco y el aparato para tocarlo.

La obra (libro y disco), producto de un equipo multidisciplinario, es hermosa realmente; las fotografías son espléndidas; el lenguaje de la chamana, rico en imágenes y símbolos, poderoso y suave, nítido y contundente. Pero el precioso e inapreciable documento es, al fin y al cabo, una traición.

Así lo dijo María Sabina a Ignacio Ramírez, unos cuatro meses antes de su muerte: “Mucha gente se aprovechó de mí… Recuerdo aquella vez cuando volvió a llegar Wasson. Me regaló un disco en el que venían mis cantos. Le pregunté cómo le había hecho. Nunca imaginé oírme a mí misma… Estaba disgustada porque en ningún momento le había pedido a Wasson que robara mis cantos. Mucho tiempo anduve llorando por esto y el insomnio no me dejaba dormir”.

Wasson sólo pudo pagar con fama aquel oficio de milagros, con el rédito de él colgando como un lastre. Se lo dijo así a la sacerdotisa la última vez que la vio, según contó ella misma: “María Sabina, tú y yo viviremos aún por muchos años”.

Después de Wasson llegaron a la choza de la Sabina muchos extranjeros en busca de los hongos maravillosos, y no porque estuvieran enfermos, sino para “conocer a Dios”.

“El día que por primera vez –contó María Sabina a Álvaro Estrada‑ hice una velada ante los extranjeros no pensé que algo malo fuera a suceder, pues la orden de atender a los rubios venía directamente de la autoridad municipal, con la recomendación del síndico Cayetano García, amigo mío. Pero, ¿qué resultó?: pues que ha venido mucha gente a buscar a Dios…

”En cierto tiempo vinieron jóvenes de largas cabelleras, con vestiduras extrañas… El uso indebido que los jóvenes hicieron de las cositas fue escandaloso. Obligaron a los principales de la ciudad de Oaxaca a intervenir en Huautla…”

Al iniciarse la década de los setenta, en efecto, los hongos mágicos se habían convertido en una droga “narcótica” reglamentada por el Código Sanitario y sancionada por el Penal. La persecución policiaca alcanzó a la famosa sabia María Sabina de Huautla. Llegaron por ella agentes federales y del estado de Oaxaca. Esculcaron su casa. La subieron a un automóvil junto con los honguitos que hallaron en el altar, una botella de San Pedro (tabaco rústico molido con ajo y cal), fotografías y reportajes, y hasta con el disco y “el objeto para tocarlo” que le había regalado Gordon Wasson.

La llevaron a la Presidencia Municipal. No se entabló juicio, claro, pero no le devolvieron sus cosas. La dejaron inmediatamente en libertad. No habían encontrado lo que buscaban; la mariguana todavía no se conocía en Huautla.

María Sabina le dijo al presidente municipal, Genaro Terán: “Tú sabes que nuestra gente no usa el tabaco que ese desdichado afirma que yo vendo. Me acusa de traer gringos a mi casa. Ellos llegan a buscarme. Me toman fotografías, platican conmigo. Me hacen preguntas, las mismas que ya he respondido muchas veces… y se van después de tomar parte en una velada…”


El nuevo lenguaje de los hongos


María Sabina se paseaba impaciente. Su respiración se oía como un fuelle pequeño, apenas del tamaño de sus pulmones. La desnutrición de por vida iba replegando bajo su piel a su alma grande. La chamana llevaba encima el peso de todos los que había curado: “Me han enfermado. Estoy débil, me obligo para hablar. Estoy abandonada. Creo que estoy pagando las consecuencias. Cargo las enfermedades de todos los que curé. Ya casi ni duermo”.

La famosa sacerdotisa resumió el hecho y sus consecuencias: “Vinieron muchos extranjeros a buscar a Dios. Unos dicen que vienen a curarse… Dicen que tienen azúcar en la sangre. No conozco esa enfermedad. Sólo sé que el espíritu es quien enferma. Y el espíritu es quien enriquece; las personas que han alcanzado la fortuna es porque sus espíritus han viajado al reino espiritual de la riqueza.

”Desde el momento en que los extranjeros llegaron a buscar a Dios, los niños santos perdieron su pureza. Pedieron su fuerza, los descompusieron. De ahora en adelante ya no servirán. No tiene remedio. Antes de Wasson yo sentía que los niñitos santos me elevaban. Ya no lo siento así. La fuerza ha disminuido”.

Los últimos treinta años de su vida fueron de intensa actividad para María: además de buscar el sustento con su propio trabajo, tuvo que hacer lugar para oficiar y desvelarse por propios y extraños, curar y hablar, contar su vida a más de tres, ir a la cárcel, a la televisión, al cine, y finalmente al hospital, varias veces. Por todo este ajetreo, a la mujer espíritu se le dio fama por alimento.

Encima, la despojamos del único tesoro que tuvo: el estado de gracia en que vivía como oficiante de misterios que era, el Dorado de las leyendas que las hordas de la civilización fuimos a buscar a su choza durante seis lustros consecutivos.

Pagamos el descubrimiento llevando la civilización a la sierra. Los honguitos ya no se recogen en las cañadas, ahora se compran. Dejaron de pertenecer a la comunidad mazateca. Así lo dijo un anciano chamán a Álvaro Estrada, en 1969:

“Lo terrible, escucha, es que el hongo divino ya no nos pertenece. Su Lenguaje ha sido profanado. El Lenguaje ha sido descompuesto y es indescifrable para nosotros…

”‑¿Cómo es ese nuevo lenguaje?

”‑¡Ahora los hongos hablan nguilé (inglés)! Sí, es la lengua que hablan los extranjeros…”


Plan de la Salida


Todavía regresé a la casa de Cayetano a preguntarle:

‑Don Cayetano, ¿no se siente usted mal, no se arrepiente de haber presentado a Wasson con María Sabina?

‑No. ¿Por qué?

‑Pues todo está tan cambiado aquí, y usted en cierta forma es el responsable de ello. Ayer dijo que antes los honguitos no se compraban ni se vendían, que sus abuelos ellos mismos los iban a recoger. Y ahora ya ve, se ofrecen en la calle, hay un comercio.

‑No. No me arrepiento. Hice lo que debí hacer… Y del comercio, le voy a decir: De los honguitos no puede hacerse rica una persona porque Dios lo está viendo todo. Ese dinero no se sabe cómo se gasta porque es de Dios.

‑Pero, ¿y del trato que les dan los jóvenes, no se siente mal?

‑No. Me siento bien. Tengo la conciencia tranquila. Con las costumbres de los que vienen, allá ellos. Para nosotros los hongos siguen siendo sagrados.

Regresé como salido de un derrumbe. El sol de la chamana declinaba. En la escuela ningún niño vestía a la usanza mazateca. Todos hablaban español. Todavía, hice un repaso de la tragedia de la Sabina:

“Los honguitos me revelaron cómo era yo: Es una visión en que me veo convertida en un feto. Un feto iluminado. Y sé que en el momento en que nací estaban presentes los Seres Principales. También estaba el corazón de Cristo… Después era una niña, y los niños santos vinieron a jugar conmigo… Una vez me llevaron con los Seres Principales y me dieron un Libro…

”Los niños santos hablaban por mí. Sabía el Lenguaje… De pronto me vi rodeada de extranjeros que vinieron a buscar a Dios: me robaron todo, hasta mis cantos, y fui a parar a la cárcel…

”La última vez que comí hongos –contó María Sabina a Ignacio Ramírez‑ subí al cielo. Dios me dijo: ‘Qué andas buscando? Ya no comas más hongos, de lo contrario te vas a quedar en el camino y ya no vas a regresar… Ahora tengo pesadillas, estoy muy débil. Creo que hasta los hongos me van a matar…”

Entre los investigadores aún se discuten las visiones y todavía no se vislumbra el contenido del lenguaje que fuimos a buscar en los hongos maravillosos. María Sabina tuvo respuestas para todos. ¿Quién la oyó? Ella, que sabía el lenguaje, no podrá decir más. Nos quedamos sin intérprete en un país extraño.


Tumba de María Sabina Magdalena García
La Mujer Espíritu

Ella ya está en el cielo, donde era conocida de antes, en alegre ágape con los Seres Principales de los que forma parte, ahora para la eternidad.





Cantos chamánicos de María Sabina (fragmentos grabados por Robert Gordon Wasson en una velada del verano de 1957)


Nadie se interpone, nadie pasa.
Nadie nos espanta, nadie hace dos caras.
Señor San Pedro, Señor San Pablo.
Justicia que es buena, ley que es pura.
Ley que es clima buena...
¡Anímate!
Con constancia,
Con leche de mamar, con rocío.
Con frescura, con ternura.
Nadie que espanta, nadie que hace dos caras.
Voy a dar justicia hasta la casa del cielo.


Hasta delante de tu vista, delante de tu gloria.
Mi madre patrona, madre princesa, corazón de Jesús.
¡Que viva!
Soy la mujer licenciada, soy la mujer de trámites.
Nadie se interpone, nadie pasa.
Soy mujer de justicia, mujer de ley.


Soy mujer limpia, soy mujer buena.
Mujer espacio soy.
Mujer de día soy.
Mujer de luz soy.
Nadie que le espanta.
Nadie me hace dos caras.
Mujer licenciada soy, mujer de trámite soy.
Le voy a dar cuenta a mi Señor.
Y le doy cuenta al juez.
Y le doy cuenta al gobierno.
Y doy cuenta al Padre Jesucristo.


Y mi madre princesa, madre patrona, ay Jesús, Padre Jesucristo.
Mujer de peligro soy, mujer de hermosura soy.
Le queda mi Libro.
Mi querido obispo, bueno, limpio.
Mi buena y limpia oración.
Mi buena y limpia monja, ay Jesucristo.
Nadie que me espanta, nadie que me hace dos caras.
Mujer licenciada soy, mujer de trámites soy.
Voy al cielo, Jesucristo.


Y la ley me conoce, el gobierno me conoce.
Y me conoce el juez, y me conoce Dios, Padre Jesucristo.
Mujer licenciada soy, mujer de trámites soy.
Voy al cielo, allí está mi papel.
Allí está mi Libro.
Hasta delante de tu vista, hasta delante de tu boca, tu gloria.
Ay Jesucristo, ay Ave María, y Jescristo...


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