Este es un relato sobre los padres de Don Miguel Hidalgo y el lugar donde nació....
Don Cristóbal deseaba casarse y pasó a vistas a un rancho de la finca que administraba, llamado San Vicente. Este rancho estaba situado al sur del casco de Corralejo, entre la margen oriental del río Turbio y la hacienda de Cuitzeo de los Naranjos. Todavía hoy lleva el mismo nombre de San Vicente un caserío que está a muy corta distancia del sitio en que existió el antiguo rancho.
Don Cristóbal deseaba casarse y pasó a vistas a un rancho de la finca que administraba, llamado San Vicente. Este rancho estaba situado al sur del casco de Corralejo, entre la margen oriental del río Turbio y la hacienda de Cuitzeo de los Naranjos. Todavía hoy lleva el mismo nombre de San Vicente un caserío que está a muy corta distancia del sitio en que existió el antiguo rancho.
Era por aquel tiempo arrendatario de Corralejo y cabeza de rancho en San Vicente, un don Antonio Gallaga, que tenía en su familia dos bonitas hijas y una sobrina huérfana. Estimulado por el interés de conocer a las muchachas, hijas de don Antonio, de las que había recibido informes muy favorables, don Cristóbal Hidalgo visitó un día la casa de Gallaga, en la que fue recibido con todo el aprecio y consideración debidas al que de seguro era administrador y amo de Corralejo, y podía tal vez llegar a ser pariente muy allegado; pues el objeto de semejantes visitas, a más de ir por lo regular semidescubierto, es de suyo muy adivinable.
Llegada la hora de comer, rodearon la mesa don Cristóbal con las personas que le acompañaban y don Antonio con las personas de su familia, entre las que se hacían notar por el esmero del peinado y estudio del vestido (estaban muy compuestas) las dos hijas, que en el silencio de su pudor, ambicionaban cautivar el pecho de un huésped tan honorable.
De zagalejo y con el pelo suelto servía las viandas la muchacha sobrina, virgen esbelta, de color rosado, fisonomía simpática, regulares facciones, frente despejada y de una índole tan bella y suave, como el clima de su tierra. Los torneados brazos de la rancherita, visibles en el servicio de los platillos; la sencillez del traje que permitía reconocer la voluptuosidad de las formas; y las miradas de fuego que arrojaban sus ojos pudibundos, desviaron la pretensión, y don Cristóbal se apasionó, súbita e impensadamente de Ana María Gallaga, que este es el nombre de la muchacha que servía la mesa. El amor se va adonde él quiere, y no adonde le envían, dícese comúnmente.
Poco rato después de la comida, don Cristóbal trató de retirarse para Corralejo, comenzando por despedirse de cada una de las personas de la familia de Gallaga en particular. A cierta distancia del grupo de familia, humilde, medrosa y compungida estaba Ana María, atándose la grande cabellera, y mirando al soslayo a don Cristóbal... El instinto del amor habríale revelado acaso su futuro enlace, y no podría ver al huésped de Corralejo sin suspirar y sin estremecerse...Muchacha tierna y sencilla, no podría explicarse de manera
alguna aquel repentino trastorno de su sensibilidad, pues amaba por primera vez y su corazón tenia el vigor de la pubertad... Don Cristóbal anduvo hacia a Ana hasta acercársele, y estrechándole la mano en ceremonia de despedida, le dejó en ella una onza de oro: ¡Terrible suceso para un corazón ya conmovido!
alguna aquel repentino trastorno de su sensibilidad, pues amaba por primera vez y su corazón tenia el vigor de la pubertad... Don Cristóbal anduvo hacia a Ana hasta acercársele, y estrechándole la mano en ceremonia de despedida, le dejó en ella una onza de oro: ¡Terrible suceso para un corazón ya conmovido!
Marcharonse por fin los señores de Corralejo, y mientras que se alejaban de la casa, acompañados de don Antonio Gallega, que montado a caballo iba a encaminarlos, según acostumbran hacer con sus huéspedes los rancheros de buena crianza, la sobrina del casero, poniendo de manifiesto la onza, dijo a la familia con la sublime sencillez de una inocente aldeana: "El señor que me dio la mano al despedirse, me dejó esta medalla sin ojo". Tales fueron sus palabras, "Guárdala y espera las resultas". Le respondió con maliciosa sonrisa la familia; y a los pocos días llegó la carta de pedimento.
¡Amores rústicos y sencillos fueron estos! amores afortunados, que no conocieron ni la angustia de la incertidumbre, ni la tristeza moral del desdén, ni el furor rabioso de los celos. El corazón de un hombre y el corazón de una mujer se unieron así por misterioso impulso, sin excitar tempestades sociales, ni encontrar aquel abismo con que el acaso suele separar para siempre a los corazones que se aman.
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